jueves, 6 de diciembre de 2012



Anecdotario ajedrecístico

AGOSTO 21, 2012
Empecemos esta sección de curiosas anécdotas que a lo largo de tiempo se han difundido en el, en ocasiones, exótico mundo del ajedrez. Algunas sin duda son ciertas, otras solo probables y quizá algunas muy descabelladas… pero todas divertidas. Que el lector juzgue por si mismo…

Con ocasión del Torneo de Londres de 1862, se jugaron varias partidas de exhibición que hicieron las delicias de los espectadores. Una de ellas fue en consulta entre Anderssen, Dubois y Paulsen, que llevaban piezas blancas, contra Lowenthal, Boden y Kennedy. Antes de empezar, Anderssen se dirigió a sus dos compañeros en consulta y les dijo: “Hemos de distribuirnos el trabajo, así que Paulsen hará las jugadas precisas; Dubois hará las brillantes, y yo haré las malas.”

Antes de que se iniciaran los campeonatos oficiales del mundo, ocurrió un curioso incidente en una ceremonia presenciada por muchos maestros de ajedrez de la época: un miembro de la realeza (que poco entendía de ajedrez) alabó las virtudes del juego y propuso un brindis por “el mejor jugador del mundo”; pero para sorpresa de todos, súbitamente tres ajedrecistas se pusieron en pie: Steinitz, Blackburne y Zukertort.

El campeón del mundo Steinitz jugaba en un café apostando con otras personas. Un jugador mediocre de ajedrez iba todos los días a retarlo, aunque siempre perdía. Esto representaba un ingreso fijo para Steinitz. Un día, un amigo del campeón le dijo que dejara ganar a su “cliente” de vez en cuando para que no se desanimara y continuara retándolo y pagándole. Steinitz siguió el consejo: comenzó con una mala apertura, sacó a la dama prematuramente y después de unas jugadas su adversario le capturó la dama por lo que Steinitz abandonó. Su adversario exclamó “¡Por fin he conseguido mi objetivo, he derrotado al gran Steinitz!”. Después de eso nunca volvió a retarlo.

Cuentan del Campeón Lasker, que viajando por Alemania, recaló en un bar donde había varios parroquianos jugando al ajedrez. Tras jugar varias partidas con un aficionado y vencerle en todas ellas sin inconvenientes, éste le dijo: “Amigo, Ud. debe ser un gran jugador de ajedrez. ¡Fíjese que a mí me dicen el Lasker del pueblo!”

En Hannover (1902), Pillsbury fue capaz de jugar simultánemente 20 partidas de ajedrez, otras tantas de damas, una de whist, todo ello a la ciega, y por añadidura recordar una serie de palabras largas y sin sentido que habían sido anotadas por el público que presenciaba tan notable exhibición.

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